No se trata de jugar con la comida para hacerla más entretenida, sino de crear platos tan sofisticados como los de los restaurantes profesionales o analizar con seriedad lo que está servido en la mesa.
«Comencé a cocinar porque a mi mamá no le gustaba hacerlo y cuando lo hacía no me parecía rico», dice a Flynn McGarry, desde el Valle de San Francisco, Los Angeles, EE.UU.
Eso pasó cuando Flynn tenía 10 años. «Desde entonces comencé a leer libros de cocina y a aprender de chefs en YouTube y, eventualmente, a cocinar para restaurantes».
Tanto fue su entusiasmo que actualmente el «niño-chef» abre la casa de sus padres una vez al mes para cocinarle a 20 comensales, en el Club Eureka. Para la velada, Flynn cocina entre 8 y 12 platos, con comida tan variada como rábanos con pistachos, zanahorias y cebolla morada; carne con hongos salvajes, raíz de apio, vinagre negro y café; o el postre hazelnut que tiene apio, mantequilla negra y cilantro. Todos platos inspirados en sus chefs favoritos.
Parece de película, pero Flynn McGarry se ha convertido en un suceso tal que su cocina ha salido comentada en los diarios más importantes de EE.UU., incluyendo Los Angeles Times y la afamada revista The New Yorker, y hasta la cadena de TV NBC le dio un gran espacio en su noticiario.
Él es parte de un fenómeno que cada vez tiene más representantes y adeptos: los niños que se vuelven profesionales de la gastronomía. Flynn es, justamente, la última estrella de esta camada: sus cenas mensuales están copadas y en su sitio web se informa que hay una larga lista de espera.
Desde los 4 años
La chef Paula Larenas asegura que tanto Flynn como otros niños que se dedican a la cocina «deben tener un sentido muy desarrollado para mezclar sabores, una especie de instinto, pero también deben aprender técnicas para manejar las temperaturas de los alimentos, el estrés que implica y otras cosas del rubro».
Por eso mismo Flynn está aprendiendo de los mejores. Ha sido invitado a compartir la cocina de exitosos chefs en Los Angeles, Seattle, Chicago o Nueva York. Mientras en su Club Eureka su mamá le ayuda con los platos, aunque a regañadientes, cuenta.
«Ser tan joven tiene ventajas y desventajas», dice. «Aunque legalmente no puedo trabajar en restaurantes hasta un año más, el haber comenzado tan joven me da la ventaja de llegar a la edad necesaria con mucho más conocimiento acumulado que lo normal».
Algo que puede redituar bastante. El inglés Luke Thomas comenzó a interesarse en la cocina a la increíble edad de cuatro años. Con el apoyo de un profesor del colegio, según contó a The Guardian, fue ayudante de una carnicería -labor tomada muy en serio en el Reino Unido- y cuando tenía 12 comenzó a entrar a las cocinas de restaurantes establecidos.
«Era práctica pura, era rápido, estaba bajo presión, era emocionante», recuerda. «En las noches de sábado, tenía un zumbido constante en mis oídos por los gritos en la cocina y supe que era eso lo que quería hacer».
Estaba en esa carrera cuando en una subasta un empresario compró su tiempo para que le cocinara. Éste quedó tan impresionado con su mano que le financió una vuelta al mundo para que se entrenara en los mejores restaurantes. El periplo lo llevó a Roma, Dubai y Chicago, entre otros destinos. Y al finalizar el viaje, un emprendedor lo invitó a tener su propio restaurante en el hotel boutique Sanctum on the Green, en Berkshire (Reino Unido), el que abrió en febrero pasado. Luke Thomas tiene 18 años.
Del otro lado
Estar a cargo de una cocina no es la única forma de convertirse en un niño foodie. Sentarse a la mesa con un paladar crítico también está de moda.
Para Alejandra Alarcón, nutricionista experta en niños del Centro de Obesidad UC (Universidad Católica de Chile), salir a comer con los más pequeños es mucho más que compartir en familia.
«Generalmente el menú para niños de los restaurantes se reduce a pollo con papas fritas, porque es eso lo que les gusta», asegura. «Pero permitirles que abran la carta y que puedan elegir entre la comida de los adultos les ayuda a ser más asertivos, a desarrollar la personalidad y el gusto. Y no se trata de hacerles optar por lo que nos gusta a nosotros, sino de lo que les parece a ellos y lo que es saludable».
«Me sentía un poco frustrado», decía David Pines (para entonces solo tenía 12 años), «No encontraba la información que buscaba». Y pensé: debería escribir mi propia guía con los mejores platos que les gusten a los niños y donde encontrarlos. Lo que sería de gran ayuda también para otras familias para salir a comer fuera», cuenta en su página web.
Dicho y hecho. David embarcó a sus padres y abuelos en esta aventura y terminó publicando, una guía de restaurantes en Nueva York.
Aunque el libro está enfocado en gustos infantiles, en este caso esas preferencias son bastante amplias. En su búsqueda, David comió caracoles, ancas de rana y pasta con tinta de calamar, aunque sus preferidos son bollos de carne de cerdo, las alitas de pollo y el sushi, entre otros.
Insistir con paciencia
«El brócoli recocido es malo para cualquier persona», dice la chef Paula Larenas. «Pero uno crujiente, con las especies correctas le puede gustar a todo el mundo».
Por eso no sólo se trata de tener paciencia con los niños y la comida, sino también en la forma de preparar las cosas. «Es labor de los padres abrirle los ojos a sus hijos a nuevos productos y sabores«, opina.
Para la nutrióloga infantil chilena, Sylvia Guardia, acercar a los niños a la comida más elaborada puede ser una buena herramienta para ampliar su horizonte comestible. «La cocina elaborada es mejor que la cocina habitual porque es más saludable, excepto por los postres, que tienden al chocolate o a las leches y dejan las frutas de lado», dice. Igual la clave está en la mesura.
Alejandra Alarcón, nutricionista del Centro de Obesidad UC , concuerda. «Hay que evitar cosas ricas en grasas, como risottos, o las que tengan mucho sodio, como la comida china. La comida más sofisticada no es mala ni buena para los niños, pero hay que tener cuidado con la frecuencia y la cantidad», continúa la especialista. «Al guiar su consumo y optar por lo más saludable puede convertirla en un aporte».
Hasta los 7 u 8 años, dice Alejandra Alarcón, los niños aceptan lo que les dan los padres, por lo que no hay que desistir en enseñarles a comer nuevas cosas. «El instinto natural de las madres es alimentar a sus hijos, por lo que si estos no comen terminan dándoles lo que a ellos les gusta», dice. Por eso aconseja paciencia e ir de a poco introduciendo los nuevos sabores.
«En un plato de algo conocido hay que ponerles sólo un poquito del nuevo sabor hasta que lo acepten». Para grandes y chicos hay una regla fija: se necesita probar un nuevo sabor 15 veces para que se pueda definir si gusta o no.